Gatillo

Parte 3

Por Espaiq:

En la mañana de aquel jueves, Joss se había levantado temprano. A escondidas se deslizó silenciosamente por los pasillos del hotel, ocultándose no solo del público y periodistas que montaban guardia en vigilia. En el garage, se subió a un auto recién alquilado que era conducido por un tipo de traje gris, un poco ajado pero limpio. En el rostro del conductor de aquel automóvil se encontraba mas el indígena del altiplano que el europeo mediterráneo y en su lenguaje se escuchaba un fuerte acento trasandino. Sin mediar ninguna palabra oral, Joss le entregó un papelito; el conductor lo leyó en silencio y en silencio puso en marcha el vehículo, deslizándolo sigiloso por el poco iluminado estacionamiento subterráneo.

A pocas cuadras de allí, el coche se detiene en un comercio. Joss estira su mano para abrir la puerta trasera derecha del vehículo.

-         ¿Sube... señorita?

 

La mujer se acerca sonriente y se sienta junto a él en el asiento trasero.

 

Joss la interroga exclamando:

-         Veo que no compraste casi nada.

 

Ella le responde:

-         Es que con los precios de aquí... prefiero que me roben en mi tierra y en mi idioma.

 

Joss:

-         ¿Hablaste con tu amiga...?

-         Si. Nos espera en media hora. Pero antes, debemos pasar a comprar las ofrendas.

-         ¿Algún antiguo artículo místico?. ¿Algún pentáculo? ¿Un círculo de poder?.

-         Si, algo así... bueno, por lo menos es circular.

 

 

El auto parece vagar por las calles bonaerenses. Para repentinamente frente a un comercio de comidas. Ambos pasajeros se apean y se dirigen hacia el largo y viejo pero lustroso mostrador. Ayudado por un pequeño diccionario bilingüe, Joss hace el pedido, lo corrobora con su bella acompañante, y lo vuelve a torpemente repetir en un horroroso pero entendible spanglish.

 

De nuevo en el vehículo, Joss pregunta:

 

-         ¿Algo más?

-         No, el resto ya lo tengo – responde ella mientras abre parcialmente su bolso para mostrarle unas velas de diferentes colores, una caja de habanos Coiba y una 9 milímetros cuyo ciclópeo ojo, le miró fijamente.

-         Don’t worry, no está cargada. – le explicó al sorprendido rostro de Joss, acompañando la respuesta con una tranquilizadora sonrisa.

 

Cerca de las nueve de esa mañana estacionan frente a una casona antigua de fachada gris, en un barrio de callecitas tranquilas, donde frondosos árboles perennes brotaban en las aceras de baldosas rotas y entretejían sus ramas con sus hermanos de enfrente, formando un túnel verde sobre la ajada calle añil. Tras golpear la añeja puerta de doble hoja, les atiende gentilmente una simpática quinceañera de metálica sonrisita de aparatos de ortodoncia.

El grito de ¡mamáaaa! se perdió pasillo adentro al tiempo que una mujer, joven, desaliñada y con cara de cansancio, aparecía tras la puerta que comunicaba el pasillo con el patio. Mientras se acercaba a los visitantes, se secaba las manos en el descolorido delantal blanco de bordes azules, que recordaba paciente, amarillentas manchas y rastros de harina.

Con una “hola” pronunciado y algo emotivo, ambas mujeres se fundieron en un abrazo. Yuremi, esgrimiendo un fluido inglés, le pregunta a la acompañante de Joss sobre su vida reciente, de la vida de tal o cual, y que se hizo de fulanito o de menganita.

Joss sonreía tontamente, mientras sostenía un paquete caliente en sus manos, el mismo que habían adquirido en el comercio de comidas y que, por su elevada temperatura, obligaba al yankee a pasarlo de mano en mano.

 

Los tres atraviesan el patio cuyo piso está recubierto de hojas secas que crepitan al ser pisadas. Desde aquel lugar, un tipo observador y detallista como el creativo norteamericano, pudo captar el detalle de la arquitectura interna de aquella vivienda. Se asemejaba a una construcción colonial, aunque era evidente que no contaba con tantos años debido a la modernidad de los materiales. Toda la morada era un rectángulo de dos pisos de altura, con aquella depresión central que era el patio con hojarascas. Por todo el borde interno y a la altura del segundo nivel, circunvalaba un pasillo cubierto por un sobrante del techo de tejas a dos aguas y protegido en el lateral que daba al patio, por una baranda enclenque que mostraba en sus secciones rotas, los muchos años en sus varias capas de diferentes colores de pintura. Débiles puertas de achacosa madera, eran la única intimidad de la que gozaban los habitantes de las habitaciones de aquella barata pensión.

 

-         Llegan temprano, pero igual... por suerte muchos de mis “ayudantes” o viven aquí o siempre andan por acá cerca. – Les explicó aquella mujer del delantal mientras se quitaba el mismo y lo colgaba en un grueso clavo oxidado a la entrada de un pequeña pieza.

 

Con un grito moderado, llamó a Romina, la adolescente que los había atendido. Le pidió que le trajera el vestido para la ceremonia y que le avisara a la “Doña” que los gringos ya habían llegado y a Alberto que trajese el bongó.

Para ello, Romina debía dirigirse al segundo piso. Pero no lo hizo por la escalera, pues, para llegar a ella, debía de atravesar todo el patio hasta cerca de la puerta de entrada. La jovencita optó por treparse sobre un tanque gris, tan castigado por la intemperie que ya casi no podía leerse el azul IPF de sus laterales. De allí, habilidosamente se colgó de la colorida baranda y, por aquel espacio donde faltaban algunos barrotes, deslizó su ágil cuerpito. Un segundo después, ya se encontraba corriendo rumbo a la habitación de Alberto. Pies, manos y quizás alguna rodilla fueron las únicas partes de su anatomía que tocaron elementos materiales. Al ver esto, la yankee lo codea a Joss y sin mirarlo, le interroga:

-         A potential?.

 

Al mismo tiempo que a Joss se le dibujaba una mueca similar a una dudosa sonrisa, se oye la voz de Yuremi:

-         Vengan, pasen... vayan pasando.

 

Entran a una habitación donde paredes, techo y hasta las cerámicas del piso son blancas. En aquel cuarto, de unos diez metros de largo por cinco de ancho, contra la pared del este, en dirección al mar, se erigía un inmenso altar lleno de santos de yeso multicolor y llenos de collares. Casi amontonados sobre ellos, crucifijos y cuadros de Jesús, santos de piel negra y dominando el centro de la escena, una gran efigie celeste y blanca de Yemanyá, la diosa del mar. Todo acompañado de platos con comidas, cigarros, botellas de vino barato y caña blanca.

 

Yuremi les indica que tomen asiento y que se quiten los zapatos. Les advierte que cuando comience el ritual, no deben recostarse o tocar las paredes, al tiempo que les coloca unos collares oscuros y brillantes. Se quitan los zapatos y todas las llaves que portan son depositadas en un jarrón en una esquina. En ese momento, llegan Romina con el vestido y Alberto con su instrumento de percusión. Romina avisa que la “Doña” no ha de demorar. Aprovecha esos minutos para comentarles detalles de lo que realizarán dentro de breves instantes. Les habla de la relativa juventud de aquel hechizo en busca del cual, ellos habían realizado tantos kilómetros de travesía. Les comenta que el manuscrito describe el procedimiento de invocación de un espíritu del bajo astral, el cual acostumbra a “obsequiar” aquel encantamiento a cambio de alguna ofrenda. Les explica que el “gatillo” permite controlar parcialmente la voluntad de un ser humano, o incluso, confundirlo haciéndole creer que es otra persona.

 

Son casi las diez y media. El bongó suena ritmos africanos acompañados de cánticos en portugués. La “Doña” baila con los ojos cerrados transpirando su largo vestido blanco. Gira y gira, acampanando la falda. Extasiada por la música, levanta una botella de cerveza en una mano y la nueve milímetros en la otra. Las eleva al cielo mientras ríe carcajadas fingidas. Lo llama, lo sigue llamando. Está pidiendo a gritos que baje hasta ella. Le implora que la escuche y que tome su cuerpo. Lo invoca.

Y llega.

 

Repentinamente, abre los ojos hacia el cielo, como si pudiese verlo a pesar del techo. Como si pudiese apreciar los planetas, estrellas y galaxias, a pesar del cercano mediodía. El llega y ella abre la boca y aprieta los ojos y las manos hasta accionar el gatillo del arma. Se escucha solo el clic (pues estaba descargada), y luego, el cuerpo de la mujer, como un montón huesos en una bolsa de piel, se desploma en el piso.

Joss y su compañera, descalzos y arrodillados, ven sorprendidos como el rostro de aquella añeja mujer ha cambiado. Es decir, es el mismo, pero sus músculos reacomodaron las facciones lo suficiente como para dudar si es la misma mujer que hace unos minutos, les saludó gentilmente en un cerrado portugués.

Frente a ellos, aquel ser que los mira fijamente, mientras se levanta y se incorpora. Les habla toscamente, como si le indignase el que le hubiesen molestado.

 

Joss, tembloroso le habla. Si mal hablaba el español, peor aún se le entendía ahora. Su amiga le ayudó a formular el pedido.

 

Aquello profirió:

-         Así que quieren un gatillo. ¿Ustedes?. ¿Un gatillo?... ¿...y que me trajeron?

 

Allí, Joss, nervioso, abrió el paquete, sacó y le entregó las pizzas aun tibias, mientras ella, presurosa, destapaba una cerveza y la servía en un vaso, al tiempo que Yuremi le encendía gentilmente un habano.

Aquello, deglutió las pizzas golosamente, mostrando un comportamiento casi animal. Algunos trozos caían y resbalan ensuciando el blanco vestido ritual. Las rojas manchas de salsa eran lavadas por la cerveza que, a pesar de ser tragada en gigantescas bocanadas, a chorros se derramaba de su boca desbordada. Sus gruesos labios y pringosas manos no tardaron en tornar oscuro aquel puro que mas que disfrutado era consumido con ansias famélicas.

 

Al ver este asqueroso espectáculo, Joss le pregunta a Yuremi:

-         Era necesario invocar precisamente a éste espíritu del mal. Justamente tenía que ser esto?.

-         Y... claro. Obligatoriamente debía ser el ánima de un comisario de la federal. ¿Acaso conoces la forma de conseguir un “gatillo” mas “fácil”?

 

Continuará...

 

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