Ayer cumplí dieciocho años, y sin quererlo, me he puesto a recordar otro cumpleaños, el día más feliz de mi vida. Recuerdo que a finales de agosto se instalaba una feria comarcal a las afueras de la ciudad. La noria asomaba por encima de los tejados de las casas, al paso del autobús que iba a la escuela. Mi madre me llevó allí el día que cumplí ocho años. Subimos dos veces a la noria, peleando con el viento que nos revolvía el cabello, las dos muertas de risa y excitación. Comimos algodón de azúcar, merendamos hamburguesas quemadas y patatas fritas, y caminamos por el barrio lujoso de la ciudad, lleno de jardines y de niños pulcros, estirados y aburridos. Después tomamos el autobús, y las bonitas casas de la clase aristocrática, fueron perdiendo los jardines, las fachadas el color, y a medida que nos acercábamos a nuestro barrio, se hicieron visibles los desconchones de las paredes y los contenedores de basura volcados sobre las aceras.
Al final de la noche, mi madre puso sobre la mesa de la cocina, la tarta de nata y chocolate que solía lucir como una estrella en el escaparate de la pastelería que había frente a su trabajo, donde yo solía vigilar como destacaba sobre la rizada blonda blanca pegando la nariz en el cristal. Soplé las velas pidiendo que todos mis cumpleaños fuesen así. Aquella noche, bailamos juntas por toda la cocina. Eramos felices, o yo lo era y ella lo parecía. Tras su sonrisa, seguía manteniendo esa mirada triste, de un daño demasiado cruel, el daño que a alguien le hacen cuando le rompen el corazón.
Fue el cumpleaños más bonito que he tenido, y también el último. Por entonces mi madre todavía conservaba su trabajo de camarera en la parte norte de la ciudad. Pero supongo que cuando alguien tiene el corazón hecho jirones, por mucho que luche por mantenerse, un día acaba sucumbiendo ante la falta de esperanza. Supongo que eso le pasó a mi madre. Un día intentó sacarse el dolor ahogándolo en alcohol y ya no pudo parar. Perdió su trabajo, su dignidad, su casa y a su hija. Nos trasladamos a vivir todavía más a la periferia, aunque pareciese imposible que existiese más periferia. El rincón más alejado de la ciudad, el barrio de las caravanas.
Mi madre empezó a hundirse más y más en su propia miseria, vivía para beber y bebía para olvidar. Cada noche volvía a las tantas de la madrugada, casi nunca sola. Cuando su acompañante se había ido, o dormía mareado en el suelo mezclando el sueño con los vómitos, se tumbaba totalmente borracha sobre el catre y lloraba maldiciendo a los hombres. Vivíamos de la beneficencia.
No se cual fue el día que empecé a odiar a mi madre, si es que realmente la odié alguna vez, ni tampoco recuerdo cuando Curtis Mancini dejó de robarme el dinero de la comida, aunque supongo que fue poco después de que me cansase de sus abusos y le rompiese la nariz en la parada del autobús del colegio. No estaba dispuesta a que nadie me pisoteara, no quería acabar como mi madre. A la edad de 12 años juré que nunca dejaría que un hombre me hiciese daño, ni que nadie, nunca, jamás me traicionara. De repente la gente empezó a respetarme, o más bien a tenerme miedo. En el colegio las cosas empezaron a ir mal, cuando me descubrieron fumando y bebiendo en los baños de la escuela. Supongo que mi enfrentamiento posterior con el Director no ayudó mucho, le llamé unas cuantas cosas, pero juro que no le pegue, aunque mi intención era hacerlo. Fui expulsada sin miramientos. Creo que mi madre jamás se enteró, o si lo hizo no le preocupó lo más mínimo. A esas alturas a las dos ya nos daba totalmente igual.
Por esa época empecé a enfrentarme a ella, le pedí que siguiese adelante, fuese lo que fuese lo que la torturaba, quería ayudarla, pero ella no soltó ni una palabra. Empezó a pegarme, estaba tan borracha que muchas veces ni me veía, pero me golpeaba y yo la dejaba, sus golpes no me dolían físicamente, solo me destrozaban el alma. Y un día empecé a alejarme, a pasar cada vez menos tiempo junto a ella. Empecé a frecuentar grupos de jóvenes del barrio. A veces entrábamos en una casa y pasábamos la noche en ella, de esta forma aprendí a abrir una cerradura con un alambre, a hacer un puente en un coche, a alimentarme en un supermercado. Me volví autosuficiente, a veces ganaba algún dinero jugando al billar, manejar los palos de madera se me daba increíblemente bien. Con el primer dinero que gané me hice un tatuaje en el brazo. Era libre, nadie me decía lo que tenía que hacer. Mi vida transcurrió de esta forma, imparablemente avanzando hacia la delincuencia juvenil, hasta una noche del mes de mayo de 1999. Esa noche pasó algo que cambió mi vida para siempre.
________________________________
Mi lema en cuanto a los hombre
siempre había sido veo, tomo y dejo, quizá por eso todos ellos fueron
perdedores. El último de ellos se llamaba Kenny, era batería de un grupo rock, un
músico bastante malo, pero tenía un apartamento amplio y muchas noches las pasaba con
el. Aquella noche iba caminando por el barrio antiguo de Boston, hacia el bar donde daban
un concierto, cuando noté que alguien me seguía. Me detuve y giré, pero no vi a nadie. Seguí
caminando intentando mantenerme en guardia. Iba a torcer a la derecha cuando algo se me
cayó encima y rodé por el suelo del callejón. Aún no había tenido tiempo a levantarme
cuando vi una figura que caminaba hacia mi. Al principio no le reconocí, porque no veía
su cara, pero mientras avanzaba hacia mi encuentro, pasó bajo la luz de una farola que
iluminó su rostro. Era Steve, uno de mis antiguos novios, otro más del club de
perdedores. Se le veía pálido y extraño, pero yo me eché a reír confiada.
- ¡Steve!- dije- serás hijo de perra,
me has asustado.
El no dijo nada, siguió caminando hacia
mi con una sonrisa en la cara. Solo le perdí de vista durante unos segundos mientras me
levantaba del suelo, pero cuando volví a mirarle, su rostro había cambiado. En su cara
resaltaban extraños y deformes músculos, sus ojos eran amarillos y los colmillos más
largos de lo habitual. Mi primera reacción fue de asombro, intenté encontrar un sentido
a todo aquello, una máscara, una fiesta de disfraces. No se como el instinto me hizo
reaccionar, me indicó otra cosa, me dijo pelea. Empecé a golpearle con todas
mis fuerzas sin preguntarle que le pasaba y se convirtió en un pelele en mis brazos. Le
golpeé la cabeza y acabó contra una de las paredes del callejón. Sin embargo volvió a
levantarse. Se enfrentó de nuevo a mi, saltó como nadie humano puede saltar, desde una
distancia asombrosa y se me cayó encima. Su boca buscaba frenéticamente mi cuello y
parecía que no iba a detenerse. Le aparté con los pies, se elevó y aterrizó a unos
pasos de mi. Intenté huir por el callejón, pero me empujó contra la pared y caí al
suelo de nuevo. Estaba otra vez sobre mi, intenté que no me mordiera y tanteé con las
manos el suelo en busca de algo que pudiese ayudarme a golpearlo. Mi tacto reconoció la
suavidad de la madera, creo que era el mango de una escoba, no estoy segura. Lo cogí y
comencé a golpearle con ella, pero aquello parecía no hacer mella en el. Entonces se
incorporó ligeramente y la luz hizo brillar sus puntiagudos y afilados dientes. Aproveche
la separación momentánea para interponer la madera, tiré del mango y se lo clavé con
todas mis fuerzas mientras cerraba los ojos. En seguida dejé de notar su peso sobre mi
cuerpo. Cuando abrí los ojos ya no estaba allí, solo un rastro de cenizas revoloteaban
por el ambiente del callejón.
- ¿Steve?- pronuncié su nombre
mientras me levantaba del suelo, esperando que volviese a sorprenderme, pero Steve no dio
señales de vida.
Sentí miedo, un miedo como no había sentido hacía mucho tiempo y empecé a caminar. Tuve una extraña sensación, algo no iba bien, tenía que volver a casa, junto a mi madre. Abandoné la idea del concierto y emprendí el camino a casa, a la triste caravana de las afueras de la ciudad. Llegué a tiempo para coger el último autobús después de una loca carrera. El resto del trayecto lo hice corriendo, seguida por un instinto desconocido que me obligaba a hacerlo, pero llegue tarde. Quiero decir que mi madre ya no estaba, o si estaba, pero solo su cuerpo. Un coche de la morgue y otro de la policía que se encargaban del papeleo, estaban al pie de la caravana que algún día llamé hogar.
Ni siquiera se como murió, si estaba
sola o acompañada. Solo sentí un vacío, pero no derramé ni una sola lágrima. Ya no me
quedaban lágrimas que llorar por mi madre. Por el acceso que separaba las hileras de
caravanas vi avanzar un coche, era un taxi. De el bajó una mujer rubia con el pelo
recogido en un moño, un elegante traje de chaqueta color crema y finos y altísimos
zapatos de tacón negros que la hacían balancearse a su paso entre la gravilla. Se
encaminó hacia mi, después de buscar a alguien entre la multitud que se había
arremolinado entorno a la caravana. Tenía todo el aspecto de una asistenta social.
- Faith- dijo con un inconfundible y
pomposo acento inglés- ¿eres tu querida?
- ¿Qué?-pregunté yo- ¿eres de la
asistencia social?
- ¿Cómo?- dijo la mujer- ahh, no, soy
Iris Chapman- y alargó su mano hacia mi, por supuesto no le di la mía, lo que la hizo
sentirse confusa- verás
la cazadora ha muerto
has sido llamada.
- ¿Qué?- pregunté, no entendía lo
que me decía -¿te refieres a mi madre?
No dijo nada, se detuvo y miró como sacaban el féretro de la caravana. Algo pareció aclararse en su cabeza, guardó silencio pareciendo comprender lo que estaba pasando. Entonces puso una mano sobre mi hombro. Yo me separé de ella siguiendo con la vista como metían a mi madre en el coche fúnebre.